La noche del 21 de julio, un grupo de trescientos policías entró en el colegio Díaz —un edificio de cuatro plantas que había sido cedido por el propio Gobierno para que los manifestantes pacíficos pudieran dormir—, y golpeó brutalmente a todo el que encontraron allí, independientemente de la edad, situación o actividad. «Parecía importarles que todo el mundo quedara herido», contaba una asistente social de veintiséis años que había llegado de Londres.Avanzaban de manera metódica; cuando un cuerpo ya no se movía, pasaban al siguiente. Hay docenas de testimonios que describen cómo fueron planta por planta golpeando personas hasta reducirlas a un montón de sangre y huesos fracturados. En ese mismo edificio estaba la sede de Indymedia, la red de periodistas independientes que nació en Seattle. Los periodistas fueron golpeados como todos los demás; sus ordenadores, cámaras y equipos requisados o destruidos. Los heridos más graves fueron llevados al hospital de San Marino, el resto detenidos en una prisión del barrio de Bolzaneto. Hospitalizaron a doscientas seis personas, encarcelaron a más de quinientas.